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Un colgante de cuero


Su ausencia dolía como una raspa entera de pescado atravesada en la tráquea. Pero debía avanzar.

No se trata de estar conmigo o no, idiota. Se trata de estar con los muertos.
 
(Comisaria Ruiz, El sueño de la razón)


    Me había despertado el olor de mi propio vómito y una intensa punzada en el muslo derecho. Palpé rápidamente con la mano: era sangre. Tenía la pierna cubierta de sangre. Me sentía algo mareado y aturdido, los párpados pesaban demasiado y mi cuerpo se encontraba totalmente entumecido, abotargado. La ventana y la puerta permanecían cerradas, y el único halo de luz que prestaba unas respetables tinieblas a mi habitación era el que se colaba por los finos agujeros de una convencional persiana. Un tenue halo de luz que, sin embargo, era más que suficiente para verlo. Para vernos.

    Habíamos aterrizado en Fort Lauderdale pasada la noche. Un cómodo trayecto en Uber había servido para relajarnos y recordar algunas fotografías y episodios de nuestra pequeña aventura. Días entre olas, sol y mar, interminables senderos y angostas cuevas, legendarias fortificaciones y ricos platos de comida indígena. Inolvidables ocasos sobre miradores en islas perdidas y noches estrelladas con nunca demasiado sexo. Tocó regresar.

    Nos mirábamos. Él, entre las difusas sombras, atrincherado en el oscuro rincón, tranquilo, imperturbable. Sólo se escuchaba su lenta respiración, su helado aliento con sabor a peligro. Yo, inmóvil sobre el suelo, sólo pensaba. No era posible. Esa criatura allí y esos ojos. Allí. Los dos. No era posible.

    Las semanas habían transcurrido amenas y apacibles. Vivíamos en un pequeño dúplex enmoquetado, con triturador en el fregadero, tele por cable y un entrañable y servicial vecino, excombatiente y jubilado, que reparaba cualquier desperfecto y patrullaba la urbanización en su inseparable "pick up".

    -”Un veterano se acaba muriendo si no se mantiene activo”-, solía repetir.

    Pasábamos las mañanas en nuestros respectivos trabajos, y por la tarde, ataviados con floreadas camisas y caseros remedios contra aquel insoportable calor, aprovechábamos para descubrir nuevos lugares en aquella variopinta ciudad: excéntricos bares, adorables pastelerías o patrióticas tiendecitas desde Coral Gables hasta Miami Beach, con visita obligada a cualquier Wallmart, de donde nos resultaba imposible salir sin unas
crujientes bagles. Los fines de semana salíamos a disfrutar del sol y un buen almuerzo, en confortables terrazas de Naples o Little Havana, no sin antes haber compartido el acostumbrado y entrañable brunch con nuestros vecinos.

    Nos habíamos encontrado cuando huíamos de nuestro pasado, cuando la incertidumbre y la supervivencia fueron quizás nuestras únicas opciones, y el destino nos había conducido a esa nueva vida. E íbamos a aprovecharla.

    Me miraba, con ese indefinible color que sólo el instinto concede. Su mediana figura mostraba una piel rugosa y áspera, envuelta por una viscosa capa de humedad y unas todavía jóvenes pero duras escamas. Se empezó a acercar. Lentamente, sin dejar de mirarme, con esa sonrisa eterna que mostraba una interminable hilera doble de afilados dientes salpicados de sangre: mi sangre. Arrastraba las patas, con una eterna cadencia, y se recreaba en acariciar mi piel con su gélida cola. Un roce, otro, un leve toque, otro un poco más fuerte. En aquel silencio seguía atronando su respiración, que destilaba el sonido de los que se saben superiores. También se podía apreciar la mía: la de los que saben que van a morir.

    El día antes de nuestras pequeñas vacaciones fui a recogerla al lugar donde trabajaba. Fue un viernes, después de la última función y de que se hubiesen marchado los turistas más rezagados. Ella se mostraba agotada. Había estado monitorizando la información de las diferentes incubadoras y después había tenido que recoger todo el material usado en las diferentes exhibiciones y realizar los correspondientes informes de cierre. Quedaba llenar los comederos y asegurar las celdas automáticas, lo que supondría un buen rato más, así que avisó a Mr. Rodríguez, el impasible jefe de seguridad de los Everglades, para que me dejase acceder y pudiera reunirme con ella en la sala térmica.

    Me gustaba verla trabajar, observar cómo se entregaba al cuidado de aquellos animales, cómo los mimaba, protegía y vigilaba, en una mezcla exacta de prevención y dedicación. La fauna, los reptiles, eran su pasión, su vocación, y hacía de aquella pequeña sala su reino particular.

    - Mira, saluda a Sobek- me dijo.

    Siempre estaba acompañada de aquella criatura aún casi adolescente. Era el único a quien todos los demás temían. Astuto, rápido, imprevisible, feroz y carnicero. Había amputado un par de dedos a algún cuidador despistado y siempre estaba iracundo, sediento de muerte y de sangre. Sin embargo, a ella la protegía, incluso dejaba que lo acariciase. Hasta había conseguido colocarle un pequeño colgante con su nombre alrededor de su cuello, como si de una inocente mascota se tratase.

    Podía notar su pestilente aliento en mi rostro. Me olfateaba con calma, sin rozarme ni un ápice ni dejar de mirarme. Estaba decidiendo en qué momento me convertiría en su cena. Con las mandíbulas semiabiertas, exhibía su poder y hacía alarde de fuerza e intimidación.

    La boca comenzó a abrirse.

    Yo no dejaba de mirarlo. Un frío y agorero sudor emanaba de mi aterrado cuerpo y mis esfuerzos por moverme, por sentarme, por siquiera alejarme a rastras de ese monstruo, eran inútiles. Allí, en el enmoquetado suelo de mi habitación, (de nuestra habitación), junto a la acolchada y cómplice cama (nuestra cama), entre aquellas paredes embadurnadas de maravillosos momentos y recuerdos, dejaría de huir. Jamás lo hubiese imaginado. Porque me había encontrado. Ella me había encontrado.

    "Sobek", es lo último que leí en la pequeña chapa que colgaba de un ajado colgante de cuero.




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