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Perlas ensangrentadas



Aquella fue la última noche
Tres tiros la hicieron callar


Aún recuerdo aquellas dos hermosas y densas gotas descendiendo por sus pálidas mejillas. Eran unas gotas rojas, muy rojas. Unas preciosas perlas ensangrentadas. Iban resbalando despacio, sin prisa ni sometimiento alguno, con esa grácil caída que concede la libertad y la falta de recelo. 

Están llamando a la puerta. Tendrán que esperar. Querrán preguntarme qué le pasó a René. ¿Qué les voy a contar? Aquí estoy yo, sentada frente al espejo de un trivial camerino que ni siquiera me servirá de última guarida. Me contemplo frente al desabrido espejo y observo mi ajado rostro, mis desvencijadas pupilas, hartas de esos desacertados vaivenes que van moldeando el alma con más azufre que acierto. 

Están llamando a la puerta. Querrán saber qué le pasó a René. 

René. 

Querrán saber por qué su cetrina y zafia piel ya no pregonaba primorosos encuentros, o por qué su cuerpo estaba allí, allí y así, deslavazado en una grotesca pose de infame intento. Contra la pared, medio recostado, con una estúpida mueca en el rostro y una ácida cobardía en las comisuras. Un cuerpo inerte, desamparado e ignorado. 

Querrán saber qué le pasó a René.

Ese último René, con las piernas quebradas en un burlesco ángulo. Con los lacios brazos mostrando unas viciosas y pastosas manos con las palmas hacia arriba, implorando, rogando. Allí, sí, allí y así, en esa asquerosa habitación y contra aquella mugrienta pared, entre excrementos descontrolados y pestilentes guirnaldas de fluidos. 

Siguen llamando a la puerta. 

René, el gran René. Fiel a su mano izquierda y traicionado por su derecha. Árbitro de infortunios y mezquino navegante de arrebatos. Seductor, crápula empedernido y malhumorado tahúr. Acuchillado entre escurridizas manchas de moho y ensartado a través de vehemencia y hojas de frío acero. René, el gran René, convertido en vergonzante marioneta de roídos hilos sobre un sucio y pringoso suelo, un desgarbado pelele escupiendo sangre sobre las frías losas.

Continúan llamando a la puerta. ¿Qué le ocurrió a René?

Puñaladas traperas. Dos, tres, varios cientos. En el cuello, en el pecho, en las piernas y hasta en las entrañas. Puñaladas traperas vomitadas contra un adonis de astracán, pura escoria anquilosada, un pobre personaje que acabo llorando perlas ensangrentadas. 

Eso les contaré. Sí, seguid llamando, voy ya a abriros. Voy a abriros y a contaros la historia de las perlas ensangrentadas, una triste historia de príncipes evaporados y despojos decorativos. 

Querrán preguntar, saber, indagar y averiguar. Y yo les abriré, y les responderé, les enumeraré y les describiré. Esperen, esperen sólo un poco más.

Porque antes quiero despedirme de mí, tranquilamente. Dedicarme un postrero "adiós" que salpique de verdad mi angosto y denostado cinismo. Sigo contemplándome en el espejo. Me gustaría llorar. O reír, qué más da. Pero no puedo. Ni esa elección me ha quedado ya. Mis lágrimas pesan demasiado y mi sonrisa zarpó con el último alisio de mis sentidos. 

Pasen, pasen. Es hora de contarles qué le pasó a René. 

Aunque fue sólo eso, nada más que eso: fueron perlas ensangrentadas. 






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