Muchas son
las sensaciones que a veces se quedan impregnadas en lo más profundo de
nosotros. A veces las reconocemos, y otras, en cambio, son completamente nuevas,
descubiertas en lo ajeno pero nunca experimentadas en nosotros mismos. Sentimientos
que nos hacen sentir bien en ocasiones, o que nos angustian y nos dejan un mal
sabor de boca en otras, un sabor difícil de olvidar en el futuro.
El fracaso es
una de estas sensaciones, o más bien, un sentimiento que se parapeta en los
sentidos y se atrinchera en el ánimo, anulando cualquier brote optimista.
Fracasar es fijarse una meta, darlo todo, pelear muy duro para conseguirla, y
nunca llegar a cruzar la línea. Fracasar es acabar derrotado, una y otra vez,
con esa asquerosa sensación de vacío y de impotencia, y observar victoriosos
junto a ti a individuos que no han dado ni la mitad que tú. Fracasar es caerse
y levantarse, una y otra vez, durante varias eras, siempre con la misma ilusión
y con la misma determinación, y regresar a puerto solo y calado hasta los
huesos, sin botín alguno.
Dijo Unamuno: “Para dar una vez en el clavo, antes has
de dar cien veces en la herradura”
Fracasar es desgastar esa herradura de tantos golpes, no saber qué hacer
para llegar al clavo, y observar como
otros llevan ya varios en la madera.
Fracasar es
crear mundos de magia, océanos de ilusión, regalos de imprudentes estrellas e
infinitos momentos de eternidad…creer que para alguien, o en algo, no eres sólo
el mejor, sino irreemplazable, único… y asumir más tarde que todo ha sido un
espejismo, que no eres más que una trivial sombra que aspira a tener su momento
de protagonismo. Y duele esperar.
Sólo nos queda recordar las palabras del gran
novelista ruso: “Después de un fracaso,
los planes mejor elaborados parecen absurdos”. Fiodor Dostoievski
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